Actividad de desarrollo y motivación

 El clan del oso cavernario (fragmento)

 
 

 
 La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la mirada. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban adentro siguieran allí cuando regresara.

Se echó al río chapoteando. […]

La niña jugó un buen rato, nadando de un lado a otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando ese se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras se puso en pie y regresó a la orilla donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de poner una en la cima de un montoncillo de algunas especialmente bonitas, cuando la tierra comenzó a temblar.

La niña vio sorprendida que la piedrecita rodaba como por voluntad propia, y que las que formaban su pequeña pirámide se sacudían y volvían al suelo. Solo entonces se dio cuenta de que también ella se sacudía, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Echó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse. 
 
El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo. Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se estremecían, animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo, las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita. Más allá, las majestuosas coníferas del bosque por el que pasaba el río se inclinaban de manera grotesca. Un pino gigantesco próximo a la orilla, con sus raíces al aire y debilitado por la corriente del arroyo, se inclinó hacia la orilla opuesta; con un crujido se desplomó, por encima de las aguas turbias, y se quedó temblando sobre la tierra inestable.

 

La niña dio un brinco al oír la caída del árbol; el estómago se le revolvió y se hizo un nudo cuando el temor pasó por su mente. Trató de ponerse en pie, pero cayó de espaldas, al perder el equilibrio por el horrible balanceo. Lo intentó nuevamente, consiguió enderezarse y se quedó de pie, insegura, sin atreverse a dar un paso. Al echar a andar hacia el cobertizo de cuero, un poco apartado del río, sintió un rumor sordo, que se convirtió en estrepitoso rugido aterrador; un olor repugnante a humedad surgió de una grieta que se abría en el suelo, como si fuera el aliento fétido que exhala por la mañana la tierra al bostezar. La niña miró sin comprender la tierra, las piedras y los arbolillos que caían en la brecha que seguía abriéndose mientras la corteza fría del planeta en fusión se resquebrajaba en sus convulsiones.

El cobertizo, encaramado en la orilla más lejana del abismo, se inclinó al retirarse la mitad de la tierra firme que tenía abajo; el esbelto poste se balanceó como indeciso antes de desplomarse y desaparecer en el profundo orificio, llevándose su cubierta de cuero y todo su contenido. La niña tembló, horrorizada y con los ojos desorbitados, mientras las apestosas fauces abiertas se tragaban todo lo que había dado significado y seguridad a los escasos cinco años de su vida.

—¡Madre! ¡Madre! —gritó cuando la abrumó el entendimiento. No sabía si el grito que resonaba en sus oídos era el suyo en medio del rugido atronador de las rocas hendidas. Se acercó gateando a la profunda grieta, pero la tierrase elevó y la derribó. Se aferró a la tierra, tratando de agarrarse a algo sobre el suelo que se alzaba y se escurría.

Entonces la brecha se cerró, el rugido cesó y la tierra agitada se calmó, pero no la niña. Tendida boca abajo sobre la tierra floja y húmeda, revuelta por el paroxismo que acababa de sacudirla, temblaba de miedo; y tenía sobradas razones para estar asustada.

La niña se encontraba sola en medio de un desierto de estepas herbosas y selvas dispersas. […] Miró el lugar donde había estado el cobertizo: lo único que allí quedaba era tierra descubierta y arbustos desarraigados. Deshecha en llanto, la niña corrió otra vez hacia el riachuelo y se dejó caer hecha un ovillo sollozante junto a la fangosa corriente. […]

Tenía que apartarse de ese aterrador lugar de tierra sacudida, devoradora, pero ¿a dónde podría dirigirse? […]

Un instinto profundo le decía que debería permanecer cerca del agua, pero las enmarañadas zarzas parecían impenetrables. A través de sus ojos empañados por el llanto que le enturbiaba a visión, miró hacia el otro lado, hacia la selva de altas coníferas. […]

No sabía hacia dónde ir; miró primero a un lado y después a otro, indecisa.

Un temblor bajo sus pies mientras miraba río abajo la puso en movimiento. Dirigiendo una última mirada anhelante hacia el paisaje vacío, con la esperanza infantil de que el cobertizo siguiera allí, echó a correr hacia los bosques.

Estimulada por algún gruñido casual mientras a tierra se asentaba, la niña siguió el curso del agua corriente, deteniéndose solo para beber en su prisa por alejarse. […] Se detuvo cuando ya no pudo ver por dónde andaba, y se dejó caer, agotada, sobre la tierra del bosque. El ejercicio le había ayudado a conservar el calor mientras estuvo en movimiento, pero se puso a tiritar bajo el aire frío de la noche, se sumió en la espesa alfombra de agujas caídas y se hizo un ovillo, cubriéndose a puñados.

Pero por cansada que estuviera, no logró conciliar el sueño la asustada criaturita. Mientras se ocupaba en rodear obstáculos para seguir el curso del río, había conseguido apartar de su mente el temor que ahora la abrumaba.

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